El diablo tiene su mercado…
Cuentan los viejos del pueblo que, en un callejón olvidado donde la niebla se arremolina y los pasos resuenan sin eco, existe un mercado que no figura en ningún mapa. Nadie llega allí por error; solo lo encuentran los que llevan el alma cansada, los que andan con hambre de algo que no saben nombrar.
En el fondo del callejón, bajo un farol que jamás se apaga, el diablo montó su negocio. Desde fuera, el lugar parece una casa abandonada: ventanas tapiadas, muros ennegrecidos y plantas secas que parecen susurrar plegarias muertas. Pero dentro… dentro el bullicio no cesa. Es un zumbido perpetuo de voces, monedas, promesas y lamentos.
Sobre mostradores cubiertos de polvo y telarañas, el diablo ofrece sus mercancías: poder, fortuna, amor, juventud, deseo. Desde frascos con pociones menores hasta cofres rebosantes de pasiones y triunfos. Todo tiene su precio. Algunos pagan con un dedo, otros con un recuerdo, y los más ambiciosos, con su alma entera.
Nada es gratis en el mercado del diablo, y nadie sale de allí siendo el mismo.
Una tarde llegó un hombre pobre, acompañado solo por su perro, un animal flaco pero fiel que lo seguía como sombra. Había golpeado muchas puertas buscando trabajo, pan o simplemente una mirada compasiva.
Cuando vio aquel umbral oscuro, pensó que tal vez allí podrían darle algo, aunque no supiera qué.
Lo recibió un hombre de traje negro, con olor a perfume fuerte, como queriendo disimular un hedor más profundo.
—Ha llegado usted al lugar indicado —le dijo con una sonrisa que no alcanzaba los ojos.
Lo hizo entrar, ató al perro a un tronco seco y comenzó a mostrarle las vitrinas del mercado. Cada una brillaba con un resplandor distinto: la del poder centelleaba como oro; la del amor exhalaba un perfume dulce; la de la pasión ardía como fuego líquido.
El pobre miró, escuchó… y comprendió.
—No tengo nada que ofrecer —dijo con humildad—. Nada me pertenece, ni siquiera mi alma. Ella es de Dios, solo me la prestó un tiempo para cuidarla.
El hombre de negro sonrió con falsa paciencia.
—Siempre hay algo que dar —susurró—. ¿Qué tal el fin de tus penas a cambio de ese perro?
El hombre sonrió también, pero con ternura.
—No hay riqueza que valga lo que vale la fidelidad de un perro. Él no juzga, no traiciona, no pide más que amor. No negocio eso con nadie.
Y se dio media vuelta para marcharse.
Antes de cruzar la puerta, el hombre de negro lo detuvo:
—El mercado no deja ir a sus visitantes con las manos vacías. Llévese un obsequio, un beso. Solo un beso, cuando quiera y con quien quiera. No se lo cobro.
El hombre agradeció con cortesía y se marchó.
Pasó el tiempo, y la vida, en su eterna marea, lo llevó a trabajar de jardinero en una vieja casa a las afueras de la ciudad. La dueña era una mujer serena, de belleza discreta y mirada melancólica, con esa dignidad que solo dan los años y el recuerdo de grandes amores.
Entre ambos nació una amistad silenciosa, tejida de gestos y rutinas. Él cuidaba su jardín; ella cuidaba su mesa. Y sin darse cuenta, el hombre empezó a amarla.
Sabía que era imposible: diferentes mundos, diferentes vidas. Pero un día recordó el obsequio del mercado: “un beso con quien quiera, cuando quiera”.
Y pensó que, tal vez, el destino le ofrecía su momento.
Aquella tarde, mientras el sol se apagaba entre los rosales, se acercó a ella.
Sus ojos brillaban como hechizados, su respiración era un murmullo cálido. La besó. Largo, profundo, como si en ese beso se fundieran todas las vidas del mundo.
Y entonces, de pronto, todo volvió a la calma.
Ella siguió su rutina, sin memoria del beso ni de la pasión que lo había encendido.
El hombre, en cambio, quedó prisionero de aquel instante, condenado a revivirlo una y otra vez en su mente.
Los días se volvieron largos, las noches, pesadas. La casa se llenó de un silencio que dolía. Él se volvió hosco, distante y hasta olvidó al perro, que lo miraba con tristeza desde un rincón.
Una mañana, en un arranque de desesperación, decidió regresar al callejón.
Golpeó la puerta.
El hombre de negro lo recibió con la misma sonrisa imperturbable.
—Ah, volvió. ¿No le gustó su obsequio?
—Vengo por respuestas —dijo el hombre—. Ese beso me quemó el alma.
—No fue el beso —respondió el otro—. Fue el precio. En el mercado del diablo nadie recibe nada sin pagar algo, aunque crea que es un regalo.
El hombre comprendió. Todo lo que había tenido —su paz, su fidelidad, la inocencia de su amor— se había disuelto con ese beso.
El perro, fiel hasta el final, lo esperó días enteros frente a la puerta del mercado, hasta que el silencio lo envolvió también.
Dicen que, desde entonces, cuando el viento sopla por el callejón, se oye un leve ladrido y un murmullo de pasos que no llegan nunca al final.
Porque en el mercado del diablo nadie compra, ni vende: solo se paga.
