Entre el Silencio y la Luz, una pequeña novela sobre los hilos invisibles del alma
Habían sido compañeras de trabajo en años distantes, cuando el tiempo aún no sabía de nostalgias. Desde entonces, cultivaron una amistad que echó raíces en la memoria, se conocían como quien conoce el vaivén del mar: a veces tranquilo, a veces tempestuoso, pero siempre fiel a su ritmo.
Con los años, sus respectivas parejas entraron en escena. Fue una casualidad bien dispuesta —como tantas veces obra la vida— la que permitió que ellos también trabaran amistad. Así, las reuniones se volvieron costumbre: cenas sencillas, brindis compartidos, conversaciones que flotaban ligeras sobre el mantel.
El tiempo, siempre paciente, tejía el calendario de encuentros. A veces en una casa, otras en la opuesta. Pero también el tiempo, sabio y silencioso, fue testigo de cómo los afectos no siempre crecen parejo, como los árboles en un mismo jardín. Ella —la de la voz suave y las manos siempre abiertas— seguía siendo amiga entrañable de su amiga, pero algo más profundo se había gestado con el esposo de esta. Un lazo extraño, inexplicable, que no necesitaba nombres ni justificaciones.
Confidentes. Eso eran. De heridas antiguas, de errores que no se confiesan ni a uno mismo. Sus conversaciones eran ríos subterráneos, corrientes de ternura que fluían bajo la superficie de lo cotidiano. Jamás se quebraron los códigos sagrados de la fidelidad; más bien, construyeron uno nuevo, secreto, que solo ellos entendían.
El tiempo, que antes organizaba los encuentros, ahora se limitaba a observar cómo los momentos surgían solos, espontáneos como flores silvestres. Las excusas para verse eran infinitas: un café rápido, una llamada larga, un mensaje enviado al caer la tarde. Y aunque compartían palabras con sus parejas, era entre ellos que las conversaciones se hacían profundas, esenciales.
Nunca hubo sexo. Nunca hubo traición. Solo ese amor callado que a veces arde más fuerte que cualquier pasión. Ambos sabían que algo dormía entre ellos, un susurro de lo que pudo ser y no sería jamás. Y jugaban —como juegan los niños a esconderse— a ignorar lo evidente, a disimular lo que en el fondo ambos sabían. Abrazados al silencio, eternos amigos del silencio.
Se decía, en ciertos rincones del cielo, que sus almas estaban enamoradas desde antes del tiempo. Que en otras vidas se habían buscado y quizás se perdieron. Pero en esta, aquí, entre rutinas, cenas y promesas, eran apenas amigos. Amigos de sus parejas. Amigos el uno del otro.
Y tal vez —solo tal vez— también amigos de ese destino que eligieron no cruzar.
