Aquel día en que partiste,
si no pude morirme a pesar
de ese arponazo brutal
en mi costado,
si no morí después del borbotón
de sangre en la garganta,
y si, al abrir los ojos con el alba,
cada día, con el mismo fervor agónico
del que fue clavado
en los maderos de la despedida,
continué respirando,
es porque algo habrá, seguro,
en tu corazón de perla.
Algo en el jardín de tu alma, casi no nacido aún
en las raíces de tu vientre.
Algo persiste en tus ojos de bosque,
en esa maternal sangre
que me nombra.
En tus dedos,
en ese frágil río de tus venas,
arde todavía mi nombre.
Y aún, a pesar de todo, mi nombre quema.
Sostiene una razón de fuego,
un pétalo de luz: tu amor por mí.
Deja mi alma amarrada, firme y segura,
al recuerdo de tu paso en mis días,
mientras quedo demasiado solo
en esta noche atroz,
donde el viento se emborracha de cenizas.