El dolor es la pérdida, un trozo de alma que se quiebra,
una grieta profunda, una herida que nos desnuda,
nos deja solos, frente al espejo de la soledad,
donde reconstruirnos es la única opción.
En su sombra, se oculta el goce,
pues en cada lágrima que cae,
se asoma la posibilidad de vida,
de sentir, de abrirse al mundo una vez más.
Desde el primer suspiro, somos hijos del vacío,
el dolor nos acompaña, se inscribe en la piel,
cada herida es una cicatriz del existir,
un recordatorio de que perder es vivir.
Y aunque el dolor más agudo nos atraviesa,
es en ese instante que el alma más brilla,
pues en la fragilidad del ser,
nace la fuerza para seguir, para gozar.
El dolor es el aviso de la vida, un grito silencioso,
un golpe sutil que nos sacude el alma,
nos susurra basta, detente,
nos obliga a cambiar de rumbo, a mirar hacia dentro.
Es la señal que marca el límite,
nos hace retroceder, volver al inicio,
renacer desde el mismo vientre de la existencia,
donde la vida nos moldea, nos transforma.
En su dureza, el dolor nos guía,
nos muestra el camino
hacia una nueva versión de nosotros mismos,
nos enseña que cada caída es un renacer,
una oportunidad de ser más fuertes,
más sabios, más vivos.