La elegancia no es,
sólo una cuestión de apariencia,
es el suave reflejo
del alma en cada gesto,
la armonía que emana
de un corazón noble.
Cada acción,
desde el abrir de una puerta
hasta el ceder el paso,
es una coreografía de la cortesía,
un baile en el que el ser
trasciende lo físico
para tocar lo sublime.
Es la música silenciosa
que al resonar
en nuestras fibras más íntimas,
eleva el espíritu y lo viste
con la nobleza
de la verdadera humanidad.
En el océano de nuestra vida,
el cuerpo energético fluye
como un río invisible,
alimentado por pensamientos
y emociones inquietas.
Es en ese flujo,
en ese latido profundo,
donde reside la verdadera
esencia del ser.
Comprender este ritmo
es aprender a danzar
con la vida misma,
abrazar el respeto que duerme
en nuestro interior y desplegar
las alas de la elegancia
en cada acto, en cada palabra.
Así, la elegancia se convierte
en la manifestación externa
de una energía en equilibrio,
un poema vivo que se recita
con cada paso en el camino
hacia la plenitud.