El amor, cuando se vuelve una búsqueda incansable,
a veces se convierte en un espejismo,
en una ilusión que nos mantiene en movimiento.
Pero cuando el instante justo salta al siguiente como un electrón,
deja que el momento se disuelva en la bruma del tiempo.
Ese instante se convierte en un eco sutil,
una melodía que resuena en el alma sin llegar nunca a completarse.
Quizás, en la renuncia, haya una sabiduría oculta,
una aceptación de que no todo lo que se sueña debe ser amado.
Como los ríos que, en su impetuoso viaje,
se desvanecen en los arenales, hay amores que, al final,
encuentran su destino en la quietud de lo no realizado.
La vida, con sus misterios,
nos enseña que a veces es en la rendición
donde encontramos la verdadera paz,
donde el deseo se transforma en una serena contemplación
de lo que pudo ser y nunca sucedió.
Así, en el vasto paisaje del corazón,
quedan impresas las huellas de nuestras búsquedas,
los rastros de nuestras esperanzas
y los silencios de nuestros desengaños.
Y aunque el amor buscado con porfía
se pierda en los arenales de la vida,
su recuerdo se convierte en parte de nuestra esencia,
en un susurro eterno que nos recuerda
la belleza de haber amado,
aunque sólo haya sido en la promesa del encuentro,
en la fragilidad de un sueño de amor.