Esta es la fábula de un niño que tenía una excelente ortografía pero una pésima caligrafía.
Su madre, preocupada, lo mandaba a mejorarla. Se pasaba las horas mirando cómo otros niños aprendían a pintar, así negoció practicar caligrafía a cambio de estudiar pintura. La pintura, sin embargo, cedió su sitial de preferencia a la fotografía y más tarde se enamoró de las letras, formando ese extraño amasijo de relatos ilustrados.
Ingenuo, soñador y apasionado, sabía contar cuentos a medio camino entre la fantasía y la ilusión, fabricando sonrisas en largas y tristes noches de desvelo. Sus historias eran refugios de esperanza, donde la realidad y la magia se entrelazaban en una danza armoniosa.
Cada cuento, cada imagen, era una invitación a un mundo donde lo imposible se volvía posible y lo ordinario se transformaba en extraordinario. Con una cámara en una mano y una pluma en la otra, capturaba momentos efímeros y los convertía en eternos, pintando con palabras y fotografiando con el corazón.
Todo se paga con una sonrisa, porque es el precio que el corazón sabe cotizar en acciones que vuelven al más pobre un millonario, dueño de hectáreas de felicidad. En cada gesto de alegría, en cada risa compartida, encontraba el verdadero valor de su arte. Sus relatos y fotografías no sólo ilustraban historias, sino que sembraban semillas de felicidad en los corazones de quienes los recibían.
Y así, el niño que comenzó su viaje con una simple negociación entre caligrafía y pintura, se convirtió en un artesano de emociones, un tejedor de sueños y un arquitecto de sonrisas. Sus relatos ilustrados no eran solo historias; eran puentes hacia mundos donde cada sonrisa era una flor y cada corazón, un jardín en flor.

