Las flores de una amiga, con el pasar del tiempo,
se han vuelto como ella y hasta han recogido su magia.
Un duende gruñón me supo contar que se llama Florcita,
como las flores que rodean el camino,
el mismo que bordea la vía por donde pasa el tren de la vida,
cargado de vagones de sueños
y empujado por una locomotora de tristezas y lágrimas de sal.
En cada pétalo, un suspiro de esperanza;
en cada hoja, el eco de una risa. Florcita,
con su fragancia única, transforma el paisaje,
pintando de colores vivos los grises días.
Ella es la esencia misma de la vida,
floreciendo en medio de las adversidades,
mostrando que, aunque el tren avance inexorablemente,
siempre hay belleza en el trayecto.
Las flores de Florcita no son meros adornos,
son testigos silenciosos de las alegrías
y penas que marcan el paso del tiempo.
Ellas absorben sus susurros y suspiros y al hacerlo,
se convierten en espejos de su alma.
Así, cada flor que brota a su alrededor lleva consigo
un fragmento de su espíritu, una chispa de su luz.
El tren de la vida sigue su marcha,
arrastrando consigo los vagones llenos de sueños.
Pero incluso cuando la locomotora deja escapar vapor de tristeza
y las lágrimas de sal intentan empañar el viaje,
las flores de Florcita permanecen firmes,
recordándonos que siempre hay un rayo de sol que las hace brillar.
En este sendero bordeado de flores, encontramos la verdadera magia:
la capacidad de transformar el dolor en belleza,
de convertir las lágrimas en rocío que alimenta nuevas esperanzas.
Florcita, con su alma florecida, nos enseña que,
sin importar cuán pesado sea el tren de la vida,
siempre podemos encontrar consuelo y fortaleza en la naturaleza,
en las pequeñas maravillas que nos rodean.
Y así, mientras el tren sigue su curso,
las flores de Florcita continúan creciendo,
llenando el aire con su aroma y el corazón con su magia.
Son un recordatorio constante de que, aunque el viaje sea arduo,
siempre hay belleza en el camino, siempre hay una razón para seguir adelante,
floreciendo con cada nuevo día.