Heridas del corazón, cicatrices profundas del alma.
Nada más terrible que desvestirse de un amor que ya fue,
las ideas nos dicen que estamos libres
y no pueden entender que el pensamiento
sigue viviendo en el laberinto de un recuerdo.
Al fin y al cabo era una herida sin solución,
tan ausente como eterna, así era ella,
la dueña del dolor y de los silencios.
Hay cosas que la razón
no puede explicar a un corazón herido.
Despojarse de un amor perdido
es como arrancar una parte del ser,
dejando tras de sí un vacío
que ni el tiempo puede llenar.
Los recuerdos, persistentes, tejen su red en la mente,
atrapando cada pensamiento
en un ciclo interminable de lo que fue.
La herida se convierte en una sombra constante,
un susurro en el silencio de la noche,
un eco de risas y lágrimas que ya no existen.
Es un duelo sin fin, una batalla con fantasmas
que sólo el corazón herido comprende.
La razón busca respuestas, soluciones lógicas,
pero el corazón, en su sufrimiento, conoce la verdad:
que algunos dolores son demasiado profundos
para ser comprendidos,
que algunas ausencias son demasiado grandes
para ser llenadas.
Es un camino solitario, este de la sanación,
donde cada paso es pesado con el peso del pasado,
donde cada día es una lucha por encontrar un nuevo sentido,
una nueva esperanza, una nueva luz en la oscuridad.
Pero incluso en la profundidad del dolor,
hay una fuerza silenciosa que persiste,
una resiliencia que se niega a ser extinguida.
Porque en el corazón herido, en las cicatrices del alma,
se encuentra también la capacidad de renacer,
de reconstruirse, de encontrar una vez más
la belleza en la vida.
Hay cosas que la razón no puede explicar,
pero el corazón herido, en su sabiduría,
sabe que, a pesar de todo, la vida sigue adelante,
que el amor puede florecer de nuevo,
incluso en la tierra más árida,
que las cicatrices son testigos de la supervivencia
y que, al final, el corazón siempre encuentra su camino.