Itxaso se llama,
pero los antiguos la habrían llamado thalassa,
náyade o ninfa de espuma salada,
porque hay mares que caminan en forma de mujer
y no se puede mirar su alma sin empaparse.
Le dicen Itxa,
como si al pronunciar su nombre en diminutivo
el universo quisiera contener lo incontenible,
acunar el oleaje
que vive entre sus costillas.
Es amante del silencio,
pero no de ese que calla—
sino del que escucha,
del que limpia,
del que reposa como el mar en luna nueva
esperando su ciclo de bruma y renacimiento.
Practica el yoga de Cachemira,
como quien invoca lo sagrado sin palabras,
tejiendo con su cuerpo
una plegaria en movimiento
que sólo los sabios pueden leer entre las olas.
Sus ojos,
color del Cantábrico profundo,
contemplan sin exigir.
En ellos habita la ternura del azul en calma
y la fiereza del gris que anuncia tormenta.
No es solo paz:
es corriente subterránea,
intuición que no necesita mapa,
es la tempestad justa
que viene a romper la roca
cuando la calma ha sido demasiado larga.
Porque ella sabe
que hasta el mar más sereno
debe alzarse de tanto en tanto
y hablar en voz alta,
con espuma, con trueno,
con el poder de quien no pide permiso para ser.
Itxa es eso:
el equilibrio sagrado entre lo que acuna
y lo que arrasa,
entre lo que cura
y lo que transforma.
Y quien logre danzar con su oleaje,
no saldrá ileso—
saldrá nuevo.