Un día mi padre dejó su Asturias,
sus montañas verdes y ríos de nostalgia,
partió con el alma cargada de raíces,
pero con alas de esperanza cruzó el mar.
Navia quedó dormida en su memoria,
como un poema en pausa, sin despedidas.
Se llevó su legado de pastor errante
y un puñado de sueños bordados de brisa.
Un torbellino de risas lo salvó,
como lo hace la vida cuando insiste.
Y sé que un día, como él,
yo también dejaré mi tierra,
llevándome su poesía inconclusa,
para darle un final en la suya.
Buscaré los brazos que lo despidieron,
los abrazaré como propios,
y escribiré su epitafio frente al Cantábrico,
bajo la lluvia de un otoño gallego,
cerrando el círculo
con versos que se fundan en la tierra
de la vida que él comenzó.
Ay, Guille, qué manera tan bonita de contar, de hablar de tu padre, y de descubrir que tienes raíces de mi tierra. Te mando un abrazo enorme.
Cris, mi gran y querida amiga, cada palabra que comparto contigo es un regalo que vuelve, un reflejo que me honra y llena de alegría infinita.
En mis ojos, la sangre española y la italiana se entrelazan como raíces de un árbol eterno, nutriendo el crisol de la vida que en silencio proclama:
“Aquí estamos, fuertes, presentes, vibrantes.”
Desde esta orilla del alma, te envío un abrazo enorme, cálido como el sol, que atraviesa distancias y envuelve los corazones.
Gracias por ser, por estar, por leer y transformar cada letra en melodía de amistad.