Tres soles despuntan.
La fría mañana lo cuenta todo,
sin palabras, sin premura.
Las heladas extienden su manto,
cubriendo el espacio y al tiempo
con susurros de escarcha,
nutriendo con sombras el brote invisible
de una historia que florece
entre los escombros del ayer.
Las hierbas marchitas,
que alguna vez fueron verde esperanza
en alguna primavera sin nombre,
hoy se tiñen de ronchas pardas en la piel,
memoria viva
de besos que ardieron sin respeto,
de caricias que no supieron esperar.
Y aun así,
el día se abre con tres soles
despuntando en el horizonte helado.
No uno,
sino tres latidos de luz
levantándose sobre el follaje dormido.
El primero:
el sol dorado,
que abraza las montañas con dedos tibios
y despierta el canto oculto de la piedra.
El segundo:
el sol del corazón,
ese fuego invisible que late en el pecho
y empuja los sueños con ternura incansable.
El tercero:
el sol de los sueños,
que galopa con ansias sobre los días por venir,
como un caballo de luz
cruzando el río del tiempo.
La brisa de la mañana danza,
libre entre los árboles,
y les arranca verdades en tonos verdes,
pintadas por el pincel solar.
Entonces pregunto al monte,
a ese guardián del misterio:
—¿Cómo se llaman estos tres corazones,
estos apapachos del alma?
Y el monte,
con su voz de savia y piedra,
me responde en silencio:
—Las respuestas están escondidas.
Una duerme en tu alma.
La otra… en el pulso de la vida.
Me encantan los apapachos del alma! Son respuesta a la alegría, al miedo, al dolor, … Todo sentimiento puede expresarse con apapachos. Y si son del alma, mejor que mejor.
Feliz jueves, Amigo Sabio.