Presuroso y urgente, cual bombero acudí a tu llamada,
decidido a apagar el fuego de tu corazón.
Llegué sin una gota de agua,
las heridas de la vida habían roto el depósito del corazón.
Con las manos vacías y el alma desgastada,
me enfrenté a las llamas que ardían en tu pecho.
El calor de tu dolor, intenso y voraz,
quemaba mis intentos, mi voluntad de socorro.
Sin agua, sin bálsamo para tu sufrimiento,
sólo quedaba mi presencia, mi anhelo de consolar.
Me acerqué con cuidado, con temor y esperanza,
ofreciendo mis palabras, mi ser, como un refugio.
A veces, el agua no es lo que apaga el fuego,
sino la cercanía de un alma compasiva,
el abrazo silencioso, la promesa de estar ahí,
aun cuando las llamas parezcan inextinguibles.
En el reflejo de tus ojos, vi la desesperación,
pero también una chispa de resiliencia, de vida.
Y supe que aunque mi depósito estaba roto,
mi corazón aún podía ofrecer consuelo.
Así, presuroso y urgente, permanecí a tu lado,
sin agua, pero con la fuerza de mi compañía,
creyendo que juntos, en la batalla contra el fuego,
podríamos hallar la calma, la curación, la paz.