Era una rubia despampanante,
que con sólo moverse la tierra le abría un surco
cual alfombra de oro y sueños,
y el tiempo se detenía, maravillado,
para contemplar su esplendor.
Pero yo, siempre rebelde,
sentía una irremediable conexión visual
con una morocha bajita,
de cabellos rizados y sonrisa perfecta,
una melodía de risas en el viento.
Mientras la rubia perfecta
generaba colapsos de miradas,
la admiración de los ruiseñores
cantaba su nombre en los jardines del Edén,
yo me alejaba, soñador y perdido,
con la mirada aún llena de rizos,
pensando su nombre,
imaginando sus besos.
La rubia era perfecta,
pecado de ángeles y resurrección de ancianos,
una diosa entre mortales,
brillando con luz propia.
Pero yo, silencioso,
seguía con la mirada en la morocha bajita,
en su misterio y dulzura,
en el hechizo de su risa.
En silencio,
casi como diciéndole «te quiero»,
mis pensamientos vagaban
entre sus rizos y su sonrisa,
creando un universo de sueños
donde ella era la única estrella.
La rubia, en su perfección,
despertaba suspiros y fantasías,
pero mi corazón,
rebelde y sincero,
se rendía ante una sonrisa,
la dueña de mis silencios,
la reina de mis susurros.
Mientras la rubia paseaba su gloria,
mi alma se aferraba a los sueños de aquella bajita,
discreta y mágica mujer de sonrisa encantada,
deseando sus abrazos,
anhelando sus besos.
Así, en este dilema de sueños,
desde mis años mozos, vivo cada día,
entre la perfección que deslumbra
y la sencillez que enamora,
siguiendo siempre a mi corazón,
que en silencio,
le dice todavía «te quiero»
a la morocha de mis sueños.