Soledad Acompañada

No hay peor soledad que esa que sentimos
cuando estamos acompañados,
parados al lado de otro, nos sentimos solos.
Así los días se vuelven sal,
rocío que desaparece con los rayos del sol de la mañana
mientras surcamos los días del tiempo
navegando las aguas del deseo y el silencio.

Palabras dulces y palabras vacías,
hay palabras que saben a veneno.
El silencio entonces se convierte
en esa extraña medicina que nunca cura,
pero adormece las heridas
y entonces no duelen.

La compañía se convierte en un espejismo,
una ilusión de cercanía que no toca el alma.
Las miradas vacías, los gestos automáticos,
nos recuerdan lo lejos que estamos, aun estando cerca.

Los días pasan como un río sin fin,
cargado de promesas no cumplidas,
de sueños no compartidos,
navegamos en esas aguas turbias,
esperando encontrar una orilla
donde la soledad no nos abrace con tanta fuerza.

En medio del ruido de palabras,
buscamos un eco de verdad,
algo que nos haga sentir vistos, comprendidos,
pero a menudo sólo encontramos
un vacío que resuena más fuerte que el silencio.

Las palabras pueden ser dulces,
un bálsamo momentáneo,
pero también pueden ser veneno,
dejando un rastro amargo
que ni el tiempo puede borrar.
En esos momentos, el silencio
se convierte en un refugio,
una medicina amarga que adormece,
sin sanar.

Sin embargo, en esta soledad acompañada,
aprendemos a buscar en nuestro interior,
a encontrar una paz que no dependa de otros,
a navegar nuestras propias aguas
con la esperanza que, en algún lugar,
hay una corriente que nos llevará
a un lugar de verdadera conexión,
donde las palabras no sean veneno,
y el silencio sea un compañero amable.

Porque incluso en la soledad más profunda,
hay una chispa de esperanza,
un anhelo de algo más,
una búsqueda interminable
por encontrar el lugar donde no nos sintamos solos,
donde el calor de otra alma
nos haga sentir completos.

 

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