Cada tarde, al caer el sol, un hombre se sentaba en un banco antiguo de un parque olvidado. Allí, en ese rincón donde el tiempo parecía detenerse, contemplaba lo que alguna vez fue una postal compartida. Las hojas caían con lentitud, como suspiros de un pasado que se negaba a desaparecer y los árboles se inclinaban suavemente, en un abrazo de nostalgia.
Solían sentarse juntos, entrelazando sus manos y compartiendo sueños bajo el cielo infinito. Sus risas llenaban el aire y sus miradas hablaban de un amor profundo e inquebrantable. Pero la vida, con su marea implacable, los separó. Ella se fue, llevándose consigo una parte de su alma.
El parque, que antes era testigo de su felicidad, ahora era el santuario de su soledad. Cada día, el hombre regresaba a ese banco, esperando un milagro, un retorno imposible. Su esperanza era un faro que brillaba en la oscuridad de su desconsuelo, una llama tenue que nunca se extinguía.
Miraba el horizonte, el lugar donde solían imaginar un futuro juntos, ahora solo un recuerdo lejano. Cada puesta de sol era un ritual, una ceremonia de nostalgia y amor inalterable. Cerraba los ojos y, en sus sueños, la veía acercarse. Sentía su presencia, escuchaba su risa y, por un momento, todo volvía a ser como antes.
La soledad era su única compañía, pero no estaba dispuesto a dejar ir ese amor perdido. La rutina de la espera se convirtió en su vida, un ciclo eterno de esperanzas y sueños. Aun sabiendo que era improbable su regreso, se aferraba a la creencia que, en algún rincón del universo, sus almas se reencontrarían.
Así, día tras día, seguía y seguirá esperando, porque a veces, la esperanza es la única que queda cuando todo lo demás se ha desvanecido.