Los Ecos del Pecado

No ser uno mismo,
el peor pecado.

La envidia entró sin ser vista,
como sombra que acaricia el alma por la espalda.
Miró la vida del otro, su risa, su luz,
y en su pecho creció el invierno,
hasta que no quedó más que hielo frente al espejo.
La envidia… era lo único que quedaba.

La pereza abrazó la cama con ternura de amante,
y el sol, impaciente, se deshacía en la ventana.
“Mañana”, dijo, sin convicción.
Pero el mañana no llegó nunca,
y el hoy se le escurrió como agua entre las sábanas.

La soberbia se peinó frente al espejo,
se vistió de sí misma y salió al mundo creyéndose dios.
Nadie la miró.
Solo un murmullo la acompañó:
«Uno más, creyendo ser único.»
Al caer la noche, solo su voz le hizo compañía.

La avaricia caminó entre montañas de oro,
con las manos llenas y el alma hueca.
Acumuló sueños que no eran suyos
y joyas sin brillo en los ojos.
Le faltó lo único que no se puede comprar:
la paz que se duerme en el pecho.

La ira estalló como trueno entre ruinas,
desgarró el aire con su grito mudo,
pero nadie escuchó su fuego.
Ni siquiera él.
Solo el eco quedó,
temblando entre las cenizas de lo perdido.

La gula vació platos y alacenas,
llenó su cuerpo con ausencias disfrazadas de banquetes.
Y al final, con la boca seca,
descubrió que lo que faltaba no se podía tragar.
El hambre más profunda era del alma.

La lujuria danzó con pasos prohibidos
bajo luces que no conocían el descanso.
En la penumbra, un roce, un beso, un incendio.
Pero el amanecer, cruel y sincero,
barrió las rosas del deseo con su aliento frío.
Y en la memoria quedó
el sabor amargo de lo que nunca fue amor.

Así pasan los días,
pecado tras pecado, como páginas quemadas de un libro sagrado.
Y al final, en la última línea,
un suspiro:
“Fui todo… menos yo mismo.”

pecado