Lágrimas de despedida,
junto con la copiosa lluvia,
caían desde el negro cielo.
La medianoche había pasado ya,
y el destellante cielo de tormenta,
en la lluviosa noche,
por un instante, su pausa concedió.
Sin embargo, todavía el agua
ahogaba las calles,
mientras la seca tierra,
convertida en lodo,
se aferraba al peso de la tormenta.
Entonces, en medio del silencio,
salieron dos sombras quebradas,
detenidas en el umbral
de un adiós sin regreso.
Fue él quien habló primero,
erguido y firme,
con su figura recta,
seca y dura,
como todo servidor de la ley.
Luego fue ella quien reprochó,
frágil y rota,
madre y mujer lastimada,
dejando escapar su dolor
en palabras afiladas.
Así, sus voces quedaron suspendidas,
convertidas en ecos breves
que se perdieron en la noche húmeda.
Mientras tanto, el cielo,
herido de relámpagos,
iluminó su última guerra.
Y entonces partieron…
Ella, temblorosa,
conteniendo los sollozos.
Él, lagrimeante,
masticando el dolor.
Ella se aferraba a su orgullo herido,
mientras él, habituado a vencer,
llevaba la derrota en los hombros.
Y cuando la rabia se hizo grito,
y cuando el silencio se tornó abismo,
ella quedó anclada en la sombra de su puerta,
mientras él, con sus botas pesadas
de barro y de pena,
se hundió, sin mirar atrás,
en la negrura de la noche.