El ego es una bestia que ama a los rebaños, pero no a los corrales y no es fácil de domesticar.
Así funciona y por eso muchas veces nos quedamos en el lamento, el rencor y abrazados al dolor. El ego, con su insaciable apetito por el reconocimiento y la validación, se mueve libremente entre los rebaños, buscando continuamente su reflejo en los demás. Sin embargo, cuando se siente atrapado, confinado en los corrales de la conformidad y la rutina, se rebela y se torna indomable. Este impulso a mantener su libertad y supremacía a menudo nos deja estancados en el dolor y la amargura, incapaces de soltar las ofensas y los fracasos que lo alimentan.
En la repetición de nuestras rarezas, encontramos una extraña belleza que, aunque puede parecer única, a menudo es un patrón de tristeza. Las heridas no sanadas, las expectativas no cumplidas y las ilusiones rotas se acumulan, transformándose en una lluvia constante de melancolía que nubla nuestro presente.
Idealizamos situaciones y personas, tejiendo una red de expectativas que rara vez se cumplen. Estas fantasías alimentadas por el ego nos llevan a un ciclo interminable de desilusión y sufrimiento. Esperamos perfección en un mundo imperfecto y al no encontrarla, nos aferramos al lamento y al rencor, perpetuando nuestro dolor.
La clave para liberarnos de este ciclo reside en reconocer la naturaleza ilusoria de nuestras expectativas y aprender a abrazar la realidad tal como es. Al soltar el control del ego y aceptar la impermanencia y la imperfección de la vida, podemos encontrar paz en el presente y alegría en lo que realmente es. Así, transformamos la bestia indomable en un compañero apacible, permitiendo que la autenticidad y la aceptación iluminen nuestro camino.
Cuando la rareza se repite, se convierte en especial. Una de las mayores causas del sufrimiento personal: la idealización y las expectativas. Lo pasado ha huido, lo que esperas está ausente, pero el presente es tuyo😊