La vida, ese juego eterno.
Que a veces nos gusta complicar,
enredarnos en máscaras y formas,
temer al eco del “qué dirán,”
confundiendo lo correcto
con lo que nos hace bien.
Soy un transgresor de afectos,
un anarquista de abrazos,
revolucionario de palabras simples:
envío un “te quiero” sin más,
como un susurro en medio del día,
o un “¿cómo estás?” inesperado.
Juego a la vida sin cartas ocultas,
pierdo por no ensuciar las manos
y aún así, sonrío con paz,
feliz por dentro, como río que sabe
fluir sin cambiar su cauce.
Es que seremos siempre incompletos,
partes de algo más grande,
mitades perfectas y enteras
en busca de un reflejo,
de un eco en los ojos de otros,
donde lo que falta también se siente pleno.
Somos lo que somos
y lo que alguna vez fuimos,
completos en esta danza,
partes enteras de un nuevo todo,
donde incluso el olvido
recuerda la sombra de lo amado.
Caminamos, dejando huellas suaves,
no siempre visibles a la luz del día;
huellas que se sienten en el pecho,
en cada “adiós” que alguna vez nos dolió
y cada “hola” que nos hizo eternos.