La vida está hecha de momentos,
muchos, singulares, irrepetibles,
caminos que nacen en la pradera de los sueños
y se desvanecen en los arenales de las despedidas.
Los primeros pasos tambaleantes,
que un día fueron firmes y desafiantes,
terminan en otros también inciertos,
pero ahora con un bastón como compañero.
Ayer, la piel bronceada por el sol,
hoy, pálida como nieve,
encerrados entre paredes con techo.
Noches que fueron de sudor y profundos orgasmos,
se han vuelto desvelos en compañía de libros,
deslizando las horas del insomnio.
Risas y tristezas se entrelazan con lágrimas,
ecos de niños que retumban en cuartos vacíos,
y aquellos alborotos que antes llenaban la casa
ahora son sólo recuerdos,
fantasmas de un tiempo que se ha ido.
De la juventud que desafió a dioses y normas,
llegamos a la vejez,
donde la sabiduría nos transforma en casi dioses,
pero con el alma triste y dormida,
conscientes del tiempo que ha pasado,
y del silencio que deja su huella en lo vivido.