Hay clamor en el Monte.
La quietud de la tarde se rompe por el humo,
un velo gris que envuelve el verde.
Hay revuelo en el monte,
los pájaros echan a volar sus alas,
huyen del presagio oscuro
que se cierne sobre sus nidos.
El aire claro y confortante se vuelve
en un instante desagradable y tóxico,
una amenaza invisible. Todo se detiene.
Clamor en el corazón del bosque,
cuando hay humo en el aire,
los árboles contienen la respiración.
Una nube cual tafagag, sombría y ominosa,
muestra el punto de dolor,
la tierra herida en el verde.
El monte, testigo silencioso de la tragedia,
representa el último sobreviviente
de una tierra golpeada
por la desaprensión del hombre.
Las hojas susurran su lamento en el viento,
las raíces buscan consuelo en la tierra caliente.
La naturaleza, en su infinita paciencia,
espera el renacer, el abrazo de la lluvia redentora.
Pero el daño es profundo, la cicatriz perdura,
en cada tronco, en cada rama quebrada.
El monte, majestuoso y resiliente,
se alza como un recordatorio
de la fragilidad de la vida ante la mano del hombre.
Y mientras el humo se disipa y el sol vuelve a brillar,
quedan las huellas de la batalla,
una llamada a la consciencia,
un grito por la armonía,
para que la belleza del monte no se pierda
en las cenizas de la indiferencia.