La vida tiene esas cosas,
nos empuja a apostar todo,
a dejar hasta la última gota de sudor
por ser un instante fugaz
en la vida de alguien.
Y cuando el dolor llega,
nos transforma en silencio,
cambiándonos sin permiso,
sin que nos demos cuenta.
Jamás seremos los mismos,
aunque regresemos una y otra vez
a nuestro eterno refugio:
el corazón.
Porque pocos lugares en nuestro existir
son tan protectores como un corazón abierto,
como los abrazos que envuelven,
como ese calor que, en su quietud,
nos recuerda que aún podemos sanar,
que aún podemos amar.