Tanto pueden esclavizar los silencios como las palabras.
Los silencios… son todo aquello que no hicimos, lo que callamos, lo que no nos atrevimos a decir ni a vivir.
Deseos enterrados, gestos suspendidos, verdades aplazadas.
Son palabras que nunca fueron voz, pero que insisten en existir: flotan como fantasmas, se escriben en el viento, se disfrazan de calma. A veces son adivinanzas que nadie logra descifrar. Palabras invisibles, cobardes, evaporadas antes de nacer.
El silencio, cuando no es elección, se convierte en una pequeña muerte.
Una atadura sutil que enlaza nuestros sentidos y amordaza el alma.
Y ahora pienso que, quizá, esclaviza más lo no dicho que lo mal dicho.
Porque cuando el silencio se instala, no como refugio sino como miedo,
puede desgastar vínculos, apagar latidos, romper lentamente lo que se creyó firme.
Cada pausa sin nombre se vuelve cadena. Cada eco no pronunciado, un peso que se lleva adentro.
Y así pasa la vida: sin palabras, sin actos, sin verdad.
Hasta que llega el último silencio, el absoluto… el de la muerte.
Y entonces, puede que lo no vivido duela más que lo vivido con errores.
Porque a veces las palabras no alcanzan, sí… pero también es cierto que el silencio, cuando es miedo y no elección, nos priva de ser.
Tal vez, solo rompiendo ese silencio y abrazando el ruido de la verdad, podamos encontrar la libertad en vida… y quizás también, la paz al partir.