Hace mucho,
cuando el pasado ya se vestía de futuro,
nos sucedimos.
No sé si fuimos amor,
o sólo dos vacíos
que se confundieron con abrigo.
No recuerdo habernos querido,
tal vez porque nunca lo hicimos.
Nos dolía tanto la soledad
que creímos ingenuamente
que podíamos llenarnos el uno al otro,
como quien intenta beber de un cuenco roto.
Nos desgraciamos,
sin intención pero sin piedad.
Ni tú me querías,
ni yo a ti,
aunque llenábamos la boca de promesas
que sabíamos no cumpliríamos jamás.
¿Lo recuerdas?
Yo apenas.
Pero los papeles dicen que nos casamos,
como si un sello pudiera
nombrar lo que nunca fue.
Pasado pisado, dicen; dijimos.
Hablábamos mucho,
hacíamos poco.
Nos unía el cuerpo,
esa trinchera donde evitábamos
vernos realmente.
Nos tumbábamos, sí,
pero no para encontrarnos,
sino para olvidarnos.
Luego, ni eso.
El deseo se volvió rutina,
una coreografía vacía
que repetíamos por costumbre,
no por fuego.
No me malinterpretes:
conocer tu cuerpo fue preciado,
quizá porque jamás quise saber tu alma.
Fui carne, no rostro.
Fui pecho, no sonrisa.
Tú fuiste verbo hueco
y mirada perdida en lo evidente.
Nunca fui tu belleza,
solo tu opción mientras nadie más miraba.
Y tú, hablador, soberbio,
fuiste el desconocido
al que llamé “siempre”,
sabiendo que solo duraría un rato.
No nos amamos.
Quizás—con viento a favor—
hubo algo de ternura.
Pero tampoco lo intentamos.
Éramos dos soledades
con miedo a la espera,
dolidos, rotos,
aferrados a la compañía
como tabla de náufrago.
Pero ni eso hicimos bien.
Dejamos hijos llenos de lágrimas.